9.13.2016

El triángulo de la sinfónica

Antonio Vega comparaba el suave tacto de las teclas de marfil de un piano con la violencia de las cuerdas de acero afilado de una guitarra. Nada más cierto. Uno te acaricia; la otra te corta. Y cuanto más tocas más duele; todo hasta que, con el tiempo, la yema de los dedos forma una tercera, o cuarta, o quinta piel que te protege del constante rozamiento de las seis cuerdas. Pero, de alguna manera, ya no es tu propia piel la que ahora toca las cuerdas; se ha tenido que crear una capa nueva para proteger a la capa primigenia. Con las cuatro cuerdas del bajo la cosa es, creo yo, aún peor. El bajo tiene unas cuerdas más duras, más gruesas y más ásperas, lo cual conlleva indefectiblemente un mayor rozamiento y, consecuentemente, un mayor sufrimiento en las puntas de los dedos. El dolor en las falanges de los dedos pulgar e índice es otro de los regalos envenenados de la sádica guitarra. Su manejo está condicionado a un sinfín de consecuencias que hacen de tu mano un amasijo de dedos doloridos. En las noches de frío, el dolor es aún más punzante, y acostumbrarte a los paseos constantes por el mástil es, si cabe, más difícil.
Pero no es únicamente una cuestión de cuerdas. Durante un momento de la película Whiplash, Miles Teller se enajenaba (o lo enajenaban) de tal manera que dejaba restos de sangre por encima de su instrumento a consecuencia de los violentos golpes que ejercía sobre parches y platos. Saliendo del lenguaje cinematográfico, es común ver las manos de los baterías llenas de ampollas y heridas por las horas de práctica del instrumento.
Los directores de orquesta, con los pies clavados en el suelo y con las brazos volando por los aires, con la batuta bien asida a la mano derecha (esto último, independientemente de la lateralidad del sujeto), también sufren lesiones a la hora de dirigir a su orquesta; dolores en la mano, en el hombro o contracturas cervicales son los mayores riesgos físicos que han de asumir.
La edulcorada imagen de un hada tocando un arpa dorada en medio de un bosque verde rodeada de polvos mágicos no es real, y no solo porque las hadas no existen; tocar un instrumento lleva horas, sudor y a veces sangre. Ya sea percutiendo, rasgando o pulsando, el cuerpo se revela en contra del desgaste. Así, cada vez que usted vea al percusionista de la sinfónica tocando el triángulo piense también en esto que acaba de leer.

9.01.2016

Hespaña es una gran nación

Algunos viejos aún recuerdan, agarrados a sus bastones con las manos nudosas y ásperas, los tiempos en los que la televisión los deleitaba con programas en los que un grupo de mozas y/o mozos se reunían delante (o detrás, según se mire) de una cámara y se dedicaban a hablar de discos, conciertos o bandas; de música, en última instancia.  Parece ser que, en los tiempos de asueto, los españoles se dedicaban a ver este tipo de programas. Hoy en día, estos espacios han desaparecido de la pantalla. La televisión pública, la cual debería salvaguardar la formación cultural de los ciudadanos, y siempre con honrosas excepciones, se ha desentendido de este tipo de espacios, como un mono se desprende de sus piojos. Por otro lado, la industria musical, con sonrojo  y vergüenza, pero todavía con el estómago lleno; aún deben de tener parte de botín de los tiempos de las vacas gordas, se muestran renuentes a publicar el número de discos que es necesario vender para ser merecedor de un disco de oro. Los datos son un clamor. Mientras que en Francia, con un número de habitantes comparable (que no igual) con el de nuestro país, el número de discos que has de vender para que te certifiquen tu trabajo como disco de oro es de 50.000, en España (chanchullos de por medio, claro) este número es de 20.000. No obstante, en general este número ha disminuido en todo el mundo.
Ante este panorama, cuesta mucho imaginarse un país paralizado por un acontecimiento tan mundano como un concierto de rock. Por un partido de fútbol, de baloncesto o por una final olímpica sí, pero por un concierto... difícil. Esto tan raro y extraño, tan fuera de nuestra conocida galaxia, pasó en Canadá, donde con 35,16 millones de habitantes (2013) necesitas vender 40.000 discos para que te otorguen uno de oro. Algo ha de estar pasando cuando la televisión pública canadiense (CBC) deje de emitir los sacrosantos Juegos Olímpicos y los sustituyan por el mencionado concierto, eliminando anuncios comerciales y todo, oiga.
Los culpables de esto son The Tragically Hip, la banda más famosa de Canadá. Activos desde 1983 han publicado, entre otras cosas, trece álbumes de estudio y un disco en directo. Este año Gordon Downie, su cantante, ha hecho público que sufre un cáncer cerebral en fase terminal y que la presente gira sería, por motivos lógicos, su última gira y, probablemente, la última de la banda.
Justin Trudeau, Primer Ministro canadiense, ataviado con una camiseta negra con el logo del grupo y una cazadora tejana, declaraba su amor a la banda. No me imagino, que quieren que les diga, a nuestro Primer Ministro en un concierto de rock ni de pop, ni de jazz ni de nada de nada. No me imagino a Rajoy escuchando nada. No me lo imagino, de hecho, escuchando a nadie.
El 21 de agosto, fecha del concierto en Kingston, Ontario, la policía de Toronto declaraba ese día como el TragicallyHip day. Caramba. Afirmaba Trudeau que la banda representaba "una parte esencial de lo que eran y de lo que les define como país". Así las cosas, qué o quién define a nuestra gran nación y a los (muy y mucho) españoles. Definitivamente, creo que hoy en día la esencia de este país está en otra parte. España será un gran nación pero el respeto de esta a la música es deplorable.