3.11.2014

Aquel olor a vinazo

Recuerdo con bastante nitidez cómo ocurrió, aunque es probable que omita algunos detalles. Era muy temprano, cerca de las nueve de la mañana. Un hombre alto, desgarbado, con pinta de cualquier cosa rara y con un maletín en la mano picó en mi puerta y se identificó como escritor, o como poeta, o como ambas cosas. Me contó que iba por las casas vendiendo algunos libros que había escrito y que las librerías no podían, o no querían, vender. Le mandé pasar. Cuando nos sentamos, el olor agrio a vino barato inundó toda la cocina y parte del pasillo. Abrió su maletín y aparecieron dos libros, uno en prosa y otro en verso. Ambos ejemplares estaban gastados, como cansados de ir de casa en casa buscando lector. En la contraportada de uno de ellos aparecía la fotografía de la persona que, si no me mintió, una vez fue. El hombre que ahora era, encorbaba su figura como implorando el respeto que nunca supo ganarse. Y la dedicatoria, con el trazo irregular y tembloroso, como el de un niño que no sabe escribir del todo bien, junto a aquel olor a vinazo que aún seguía flotando en el aire, desveló las desdichas y miserias que lo acompañaban junto con los libros y el maletín. Y así, con unas monedas de más en el bolso y con un libro de menos, el supuesto poeta, cruzó de nuevo el umbral de mi puerta con la vista puesta en la de mi ingenuo vecino.